24/03/2021. Conviene comenzar preguntándose: ¿Por qué desde hace tantos siglos hay tanta devoción a la Virgen María; tantas y tan bellas composiciones literarias y musicales, esculturas, mosaicos y pinturas dedicados a Ella; tantas iglesias, catedrales y santuarios marianos por el mundo? María ha sido siempre y es hoy en primer lugar para los cristianos la Madre de Dios (Mater Dei) y Madre nuestra (Mater nostra). Y porque es la Madre de Dios y de todos los hombres es también des-
de el Concilio Vaticano II la Estrella de la nueva evangelización. ¿Cómo van a poder nuestras mentes, tan ávidas de conocimiento y certeza como limitadas y escépticas, llegar a comprender, ni de lejos, lo que ha significado y significa un misterio tan prodigioso y único?
Ciertamente este alucinante misterio cósmico –divino y humano a un tiempo– produce estremecimiento y emoción en nuestras almas, como sin duda debió también sentirlos la joven María al escuchar el saludo del Ángel anunciándole que iba a ser la Madre del Hijo de
Dios. ¿Cuál fue en realidad este milagro excepcional con el que nace la religión cristiana? Pues “simplemente” que en tiempos históricos recientes, en la llamada “plenitud de los tiempos” hace veinte siglos, la Virgen María –hija de Joaquín y Ana, prima de Isabel y desposada con José, que había sido elegida desde el principio como llena de gracia por el mismo Dios, Creador del
Universo y del género humano– aceptó con fe razonada y sublime ser Madre de su Hijo Jesucristo y, por su gran misericordia, Madre también de los hombres.
Aunque nuestras mentes muy realistas y cerebra les no pueden llegar a saber la verdad –si de hecho fue verdad– de este sobrehumano misterio, sí creen razonablemente en él nuestros corazones, más idealistas, que están siempre dispuestos a dar gracias a Dios por este privilegiado y precioso don divino, más lleno de amor filial y eterna esperanza que de certidumbre humana.
Según los Evangelios de Mateo y Lucas, y la doctrina cada vez más clara y mejor documentada y definida de la Iglesia, Dios puso a prueba en la Encarnación de su Hijo tanto la fe y la razón de la Virgen María como las de José, que accedieron al misterio inefable con el corazón limpio y la mente lúcida. Esta misma fe es la que Dios, nuestro Padre, nos pide después a todos los
hombres que creemos en Él y le seguimos incondicionalmente. Nuestra oración a María, nuestra Madre, debe ser pedirle que nos dé su fe en la verdad increíble del misterio de la Encarnación, que sólo Ella conoció, y la esperanza que nace de esta fe. La experiencia nos demuestra que siempre habrá una fracción significativa de la humanidad, no necesariamente malintencionada,
que se preguntará dubitativa en lo más íntimo de su ser si el misterio de la Encarnación fue obra de la omnipotencia, sabiduría y amor de Dios o resultado de la buena voluntad, inocencia pueril y capacidad imaginativa y soñadora de los hombres. Como Santo Tomás, los incrédulos exigirán cada vez más pruebas y más incuestionables. Si con la ayuda de Dios acaban triunfando
definitivamente en nuestro tiempo de nueva evangelización tanto la fe, la verdad y el amor que María nos mostró con su SÍ en la Encarnación (Mt 1,18-25; Lc 1,26-38), y ratificaron José
y más tarde Ella misma y su prima Isabel en la Visitación (Lc 1,39-56), como la luz y la paz que anun-
ciaron los ángeles y testimoniaron los Magos en el Nacimiento de Jesús (Mt 2,1-12; Lc 2,1-20) ¡Ben-
dito sea Dios, benditos sean José y María, la Madre de su Hijo, y benditos seremos todos los hombres!